Comentario
La tesis predominante hasta hace poco tiempo -que hundía sus raíces, entre otras teorías, en el marxismo y en los primeros modelos de modernización- afirmaba la progresiva sustitución de la aristocracia por la burguesía, como grupo social dominante, a partir de la crisis del Antiguo Régimen. La "burguesía conquistadora", según esta interpretación, habría alcanzado el summun de su poder con la culminación de los principios políticos liberales que se produjo a fines del siglo XIX, al mismo tiempo que comenzó a ver amenazada su preeminencia por la ascensión del "cuarto estado". Sin embargo, la crítica del concepto de revolución burguesa que, desde distintas perspectivas teóricas, se ha llevado a cabo en las últimas décadas, ha afectado no sólo a la consideración del papel de la burguesía en la fase inicial del proceso de disolución del Antiguo Régimen, sino también a la importancia dada a esta clase social en los nuevos sistemas que se construyeron a lo largo del siglo. La conclusión a que se ha llegado es que la sociedad política del siglo XIX fue más aristocrática, y su acción política más socialmente conservadora de lo que antes se suponía.
Con la misma rotundidad con que antes se afirmaba el predominio de la burguesía, se ha llegado a defender recientemente, por Arno J. Mayer, "la persistencia del Antiguo Régimen" en Europa hasta 1914, culpando precisamente a esa persistencia del estallido de la primera guerra mundial; frente a otras interpretaciones, que veían en esta guerra el resultado del desarrollo y las contradicciones del capitalismo. Mayer defiende la tesis de que fue precisamente la falta de desarrollo tanto de las fuerzas económicas, como de las clases y la cultura modernas en Europa -y la persistencia de los intereses y el espíritu militarista y agresivo de las clases nobiliarias y terratenientes- lo que explica en último término esta guerra. Parece indiscutible que a lo largo del siglo, y quizás con más intensidad en las últimas décadas del mismo, se produjo la amalgama de las viejas y las nuevas elites económicas. Pero en qué medida se reflejó esto en la composición de la elite gobernante y en el carácter del Estado, es un tema complejo que ha sido debatido en cada país.
Probablemente en ningún lugar como en Alemania se ha discutido este problema, hasta el punto de convertirse en el lugar central de su historiografía reciente. El debate, todavía abierto, sobre el significado social de la Constitución del Reich, se inició a raíz de la publicación, en 1960, de un libro de Fritz Fischer precisamente sobre la responsabilidad alemana en el inicio de la primera guerra mundial. Frente a la tesis dominante hasta entonces que, de acuerdo con el postulado de Ranke sobre la "primacía de la política exterior", afirmaba el carácter central de los enfrentamientos entre las grandes potencias europeas, exculpando de responsabilidad a Alemania en el inicio de la guerra, Fischer, retomando argumentos expuestos por algunos historiadores disidentes del período de Weimar, especialmente por Eckart Kehr, dirigía su atención a los factores internos, a la mentalidad y los intereses de los grupos sociales dominantes en el II Reich, señalando el permanente carácter agresivo de la política exterior alemana y, en consecuencia, su responsabilidad en el comienzo de las hostilidades.
Las conclusiones fundamentales de los estudios que, a partir de estas premisas, se han realizado en las décadas siguientes sobre los factores internos de la política alemana, afirmaron el carácter autoritario, antidemocrático y antisocialista del Estado, de acuerdo con la mentalidad y los intereses de las elites que lo controlaron; básicamente las mismas elites privilegiadas de la era preindustrial -aristócratas, militares y burócratas- aliadas con las grandes fuerzas económicas que surgieron con la industrialización. La famosa coalición, "Sammlung", a la que nos hemos referido anteriormente y a la que la burguesía prestó su apoyo por miedo al avance de las nuevas fuerzas sociales, representadas por el partido socialista. Un comportamiento similar al que esta burguesía habría seguido en 1849. La Constitución del Reich, según esta interpretación, era algo anacrónico que, por encima de todo, trataba de defender las ideas y los intereses tradicionales.
Frente a esta tesis, unos historiadores alemanes han continuado insistiendo en la importancia de los factores internacionales, mientras que otros han afirmado el carácter de compromiso de la Constitución de 1871, entre la presión burguesa en favor de un Estado nacional unitario de carácter constitucional -como condición indispensable para el desarrollo económico de carácter capitalista-, y el afán de las elites tradicionales de mantener el Estado tradicional, autoritario y monárquico de Prusia, como medio para reafirmar su posición privilegiada, no sólo en este Estado sino también en toda Alemania.
Más lejos todavía de la tesis de Wehler, está la interpretación de algunos historiadores británicos quienes afirman que Alemania experimentó realmente una revolución burguesa en el siglo XIX, entendiendo por tal no un proceso político de reforma democrática, estrechamente definido, sino "un prolongado y complejo proceso de cambio que progresivamente establece las condiciones que posibilitan el desarrollo del capitalismo industrial". La unificación alemana, según ellos, tuvo un carácter ampliamente progresista tanto porque estableció las condiciones de existencia del emergente modo de producción capitalista, como porque colocó a la burguesía en el primer plano de la vida social. La burguesía, o mejor, las diferentes fracciones de ella, comprendieron sus intereses colectivos y llegaron a satisfacerlos, aunque no por medios democráticos. Las prácticas autoritarias -dicen- pueden estar motivadas por necesidades capitalistas más que por mentalidades pre-industriales, ya que no siempre los medios liberales y democráticos son los mejores para la consecución de los intereses de la burguesía capitalista. El autoritarismo alemán, por tanto, no fue una inevitable consecuencia de continuidades pre-industriales, sino algo impuesto por la evolución de las fuerzas sociales. Lo que, en concreto, explica la debilidad de los partidos y, en consecuencia, la relativa independencia del gobierno, fue la fragmentación social: "la simultánea coexistencia de significativos enclaves aristocráticos dentro de la estructura del Estado, de un poderoso movimiento laboral de carácter socialista, y de importantes contradicciones entre las diferentes fracciones de la burguesía".
En la historiografía española no se ha producido una polémica tan explícita como ésta, pero sí hay tesis relativamente semejantes. Para unos autores, la Restauración en España está dominada por un "bloque de poder", en expresión de Manuel Tuñón de Lara, compuesto por una alianza entre la clase tradicionalmente dominante -la aristocracia terrateniente, a la que durante el siglo XIX se unió la burguesía beneficiada por la Desamortización, para formar la oligarquía agraria- y la gran burguesía que había ascendido vertiginosamente a lo largo del siglo. "La oligarquía parlamentaria no era sino expresión o reflejo de una oligarquía económico-social, asentada en las arcaicas estructuras del país". La existencia de un eje Valladolid-Asturias-Bilbao-Barcelona, al que se refirió Jaime Vicens Vives, dictando su ley al gobierno de Madrid, sería la mejor expresión de un poder político dominado por los intereses y las fuerzas del pasado, reforzadas por una nueva savia. Richard Herr se ha referido al caciquismo como una tercera jerarquía, paralela a la política y administrativa, que las elites rurales crearon para conjurar la amenaza que para su preeminencia social suponía el gobierno parlamentario y el sufragio universal. Si en el siglo XVIII, dichas elites resistieron desde sus enclaves locales las ofensivas racionalizadoras de la Monarquía reformista, con el cambio de régimen comprendieron que estarían mucho más seguras si, en vez de tratar exclusivamente de resistir a su acción, llegaban a controlar el Estado. Y gracias al caciquismo, según Herr, lo consiguieron.
Frente a esta interpretación, otros autores han subrayado la componente burguesa del régimen canovista, incluido el caciquismo. José Varela Ortega ha definido el sistema de la Restauración como "la respuesta práctica que se dieron entre sí una sociedad rural y una estructura política urbana", y ha señalado la independencia de los políticos respecto a los grupos económicos, tanto en los niveles locales -es decir, del cacique respecto al poderoso económicamente- como centrales -del gobierno de la nación respecto a los grupos organizados de intereses-. Tesis esta última que se ha visto reforzada por los análisis de las organizaciones patronales. Para Gabriele Ranzato, "el uso del poder estatal en pro del ascenso económico y social de grupos limitados, que caracteriza el sistema de la Restauración (..) era la única oportunidad de movilidad social hacia arriba a falta de otras relevantes ocasiones productivas en que fundar aquellas posibilidades de ascenso".
En relación con Francia y Gran Bretaña, no hay posiciones tan encontradas, sino un amplio consenso sobre el equilibrio entre las fuerzas sociales del pasado y las del presente. En Francia, Ch. Charle ha señalado la sustitución, durante la III República, de un modelo social de dominación, el de los notables -basado en la propiedad de la tierra y la riqueza económica- por otro modelo, democrático o, con mayor precisión, meritocrático, fundado en una limitada movilidad social. La integración en las elites gobernantes sólo era posible después de una educación cuyo coste muy pocos podían permitirse.
Este cambio se reflejó en el perfil social de los diputados y de los componentes de los cuadros superiores de la Administración. En las Cámaras, los miembros de la burguesía acomodada, procedentes sobre todo de las profesiones liberales, reemplazaron a los notables tradicionales y particularmente a los propietarios. El acceso de las clases populares, sin embargo, fue muy limitado: en 1900 había escasamente 30 diputados de origen campesino u obrero. En la misma fecha, la inmensa mayoría de los componentes de las altas jerarquías administrativas procedían de familias aristocráticas y, sobre todo, de familias burguesas acomodadas tradicionales. En esta limitada sustitución social, influyeron razones políticas junto a otras derivadas de la misma extensión de la burocracia, pero también se debió al hecho de que los miembros de las viejas elites fueran atraídos hacia empleos más lucrativos en la empresa privada.
Respecto a Inglaterra, "lo que resulta relevante -como escribiera Norman Gash- no es que la sociedad británica, que cada década era más urbanizada e industrializada, fuera deslizándose lentamente fuera del control de la aristocracia y la "gentry", sino que, por un proceso de astuta adaptación, estos grupos fueran capaces de mantener aquel control durante tan largo tiempo y con tan poco resentimiento por parte del resto de la comunidad".
La composición social de los Comunes, sin embargo, experimentó una clara modificación durante la última época victoriana. Entre 1868 y 1910, la proporción de propietarios disminuyó entre los conservadores del 46 al 26 por ciento, y entre los liberales del 26 al 7 por 100. Por el contrario, los pertenecientes a la industria y el comercio aumentaron en el partido conservador del 31 al 53 por 100, y en el liberal del 50 al 66 por 100. Igualmente, los miembros de las profesiones liberales crecieron del 9 al 12 por 100 en los conservadores, y del 13 al 23 por 100 en los liberales.